martes, abril 22, 2008

tiempo para buscar, tiempo para perder

Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:
un tiempo para nacer y un tiempo para morir,
un tiempo para plantar y un tiempo para arrancarlo plantado;
un tiempo para matar y un tiempo para curar,
un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;
un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;
un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas,
un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse;
un tiempo para buscar y un tiempo para perder,
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;
un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
un tiempo para callar y un tiempo para hablar;
un tiempo para amar y un tiempo para odiar,
un tiempo de guerra
y un tiempo de paz.


Cuando uno vuelve a su escuela después de varios años tiene la impresión que a la achicaron. Los salones, enormes en su momento, son más bien chicuelos. El patio, escenario de agotadoras correrías, ahora lo surcamos en 5 pasos locos, y así.

Lo mismo me pasa con la memoria de los sabores.

Hace un tiempo escribí medio al tun tun sobre mis árboles “sagrados”. Al nacer en zona rural, se convierten en amigos y sus frutos en regalos.

Nísperos, pitanga, quinotos, ciruelas, guayabas, granadas, limas… cada una en su época. Guarda mi memoria un recuerdo delicioso - literalmente- de estas frutas relativamente exóticas.

Ayer, cuando llegué a la casa de mis padres, no veo pero huelo a guayabas. (Pero las guayabas uruguayas, no las brasileras que son más bien inmundas de oler) Andanada de buenos recuerdos y ese anhelo de tener, aunque sea vía papilas, un poco de esa infancia en pleno 2008.

El ritual de siempre, cuchillo y cucharita de café. Se corta al medio y se extrae la pulpa con la cucharita (de café, que es el tamaño exacto) Y lo que temía, a los 6 años la guayaba me parecía mucho más sabrosa que ahora. Comí algunas, mientras recordaba un par de anécdotas con mis padres (una incluye la ves que sentada bajo el guayabo se me dio por pasar la mano por el lomo a una gata peluda como esta, mientras decía un inocente “qué lindo”. (Era bichera que daba miedo, pero luego de ese episodio aprendí un par de cosillas sobre la madre naturaleza, los mecanismos de defensa de algunos bichos y las metáforas)

Como corolario, entre las guayabas encuentro una granada. Más buenos recuerdos. En aquella época en que la tele empezaba a las 17 horas, comer una granada suponía un buen rato de entretenimiento cuando una tiene 4 años.

Así que me apliqué a la granada: lo de las guayabas, de chica la fruta me parecía más sabrosa. Realmente, qué le encontraba, no sé, ese trabajo de gallina sacando cada granito que además es más semilla que pulpa… en fin, mi padre comentó que la abuela hacía licor con las granadas. Así que me pareció más útil desgranarla para eso.

Y luego, vencida de la edad sentí mi espada. Ya no es el tiempo de las guayabas al pie del árbol. Pero no por eso dejo de agradecer que ese aroma me traiga tan buenos recuerdos.

Igual voy a insistir, algún día puede aparecer la guayaba con el sabor exacto a infancia.

4 comentarios:

Robertö dijo...

Yo en mi infancia también supe tener un guayabo. No las volví a probar, en Paraguay vi muchas pero siempre de lejos.

Circe dijo...

árbol maravilloso.

Pero ojo, hay diferentes guayabas... no se deje engañar.

Robertö dijo...

en paraguay había unas más grandotas. Las vi en la reserva de itaipú. Había un corral con ciervos y tortugas y las tortugas comían las guayabas maduras en el suelo (no se trepaban a los árboles, claro).

Circe dijo...

y para que se iban a trepar, para comerlas verdes? si las maduras caen solas!!!