Poco tiene que ver el árbol de navidad con la navidad. Un componente más del sincretismo que caracteriza estas -y otras- fiestas.
Pero no voy a escribir sobre esto.
Sí de árboles.
Más o menos se sabe de la importancia que tuvieron -y tienen- los árboles en el folklore de, me animo a decir, todas las culturas.
- ¿Y los esquimales?
Ah… ni idea. Pero bué… en casi todas las culturas.
Pero tampoco voy a escribir sobre ellos. Sólo voy a recomendar que si tienen tiempo, investiguen el tema que es bien interesante.
- ¿Entonces? De qué vas a escribir.
De MIS árboles. Los árboles de mi vida.
Mis primeros años los pasé en una quinta, en la zona suburbana de Montevideo. En un área de quintas frutales, nosotros teníamos naranjos.
Entre ellos solía jugar. Un invierno, recuerdo, caminaba entre los árboles y una rama se enganchó en la espalda de mi buzo de lana. Seguí caminando y al desengancharse me chicoteó en la cabeza. No le di mayor importancia.
No así mi madre que casi se muere del susto cuando ve mi espalda bañada en sangre ya que la aventura me había dejado un considerable tajo. Tajo que devino en cicatriz que de vez en cuando encuentro entre la melena.
También contaban mis abuelos que cuando tenía tres años, después de un buen rato de búsqueda -pues había desaparecido- me encontraron descalza, despeinada, moquienta, con una naranja en una mano y la mamadera en la otra, durmiendo debajo de un naranjo.
Otro árbol que recuerdo de esa quinta, era el ciruelo. Lo mencioné en el los comentarios de la entrada anterior. Era precioso. Con ramas bajas ideales para treparse.
Porque vale aclarar: el principal atractivo de un árbol era su grado de “trepabilidad”.
El ciruelo, además, cuando llegaba la época, estaba cuajado de preciosas ciruelas bordó. Claro, era verano y no es nada, pero nada bueno, comer ciruelas calientes. ¡Pero nada bueno!
Ahí aprendí una valiosísima lección.
Otro de mis árboles favoritos de la quinta era el guayabo. Ah… ideal. Con ramas bajas y retorcidas, algunas formando cómodos asientos en donde me encaramaba a comer guayabas. Primero la recolección, después, con la fruta en el regazo y armada con un cuchillo y una cucharita, disfrutaba de esta fruta tan particular.
Salvo por los bichos peludos negros, era mi árbol favorito.
Hace poco compré algunas guayabas en la feria. Y no me quedan dudas, las frutas eran más sabrosas cuando era chica.
Lo mismo me pasó con el árbol de lima-limón. Árbol taimado. Pues era un híbrido y a mi corta edad la forma de diferenciar una lima de un limón era probando.
Será que el limón era tan ácido que la lima parecía dulce. Hace poco me entusiasmé cuando conseguí algunas y me parecieron poco sabrosas. Lo mismo que con la granda… ¿Qué corno me gustaba de la granada? Fruta ingrata. Sólo la paciencia y el tiempo que uno tiene de niño, hacía viable que comiera esa fruta.
Bien, no todos los frutales eran de mi agrado… nunca me animé con el caqui. Las frutas las usábamos como proyectiles en nuestras improvisadas guerras. Son ideales para imaginarse granadas.
Granadas que tirábamos desde la casa en el ombú, otro árbol lindo para trepar.
(Ahora que pienso: qué manera de comer cualquier cosa, che. Porque además teníamos nísperos, quinotos, pitanga, higos y mburucuyá.)
Antes de abandonar esa casa, me voy a detener en el cedrón. Que no es un árbol, pero que parecía, porque para mí, chiquita, era grande. El té de cedrón era el preferido de mi abuela que después de comer me mandaba buscar unas hojas para hacer el té. El aroma del cedrón supo enamorarme.
Ya viviendo en Brazo Oriental, la casa tenía en el frente uno de los pocos ejemplares de cedro del Líbano que había en Montevideo. Y digo había porque un buen día decidieron cortarlo. Lloré como con la pérdida de una mascota. No me resignaba a que tiraran ese árbol enorme, con sus ramas amigables que se dejaban trepar. Una era particularmente gentil, fuerte y flexible que nos permitía elaborar arriesgadas piruetas.
Pero no hubo más remedio. Las raíces estaban destruyendo los cimientos. Así que lo trozaron, pobre. Yo me quedé con una rama y la guardé dentro de una botellita. Al día de hoy es casi una reliquia, pues todavía mantiene sus agujas intactas.
¿Pero plantaste alguno?
Si, un limonero. Existe pero en una casa que no es mía ahora. Sé de buena fuente que aún está y crece fuerte y sano.
De una forma u otra, todos ellos echaron raíces profundas en mis más queridos recuerdos.
(ADVERTENCIA: estoy escribiendo en modalidad apática. No estoy de ánimo para un estilo más preciosista)
4 comentarios:
Guinda, quinoto, pitanga... Disculpe, no, pero su huerto parece la carta de cañas de Los Yuyos.
Y, dicho sea al pasar, ya me dio ganas de darme una vuelta por allí...
Guinda, quinoto, pitanga... Disculpe, no, pero su huerto parece la carta de cañas de Los Yuyos.
Y, dicho sea al pasar, ya me dio ganas de darme una vuelta por allí...
¿Guindas? ¡ojalá! Nunca tuve un cerezo y es un frutal que me encantaría tener.
Je, los yuyos... ya que va pruébese la caña con cedrón. Y si se toma una grappamiel, brinde por jahey.
salú!
No todos los árboles son lo mismo.
-A veces, se tiene la sensación de que, muy lejos, se han podrido bosques enteros, para que el viento pueda traerle a uno un olor como ése, complejo y elemental a la vez. En otros tiempos había bosques por aquí cerca. Estaba el Teleorman...
-También este parque parece ser viejo -dijo Egor, extendiendo el brazo por encima del balcón.
El señor Nazarie lo miró apaciblemente, sin poder ocultar una sonrisa desdeñosa.
-Todo cuanto ve usted aquí no tiene más de cien años. Acacias... Árbol de pobres. Apenas se distingue aquí y allá algún olmo.
Mircea Eliade
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